El origen de una dictadura
Santiago Villa
@santiagovillach
Diario El Espectador de Colombia
Nicolás Maquiavelo admiraba a los líderes que amaban a su patria más que a su alma. “Cuando la seguridad del país depende de la decisión que deba tomarse, no se deberían considerar la justicia o la injusticia, la bondad o la crueldad, o si es un acto loable o ruin. Al contrario, poniendo toda consideración de lado, la alternativa que debe adoptarse es la que salve la vida y la libertad de la patria”, dijo en los Discursos sobre la primera década de Tito Livio.
“No destruyan a mi país y no destruyan a nuestros jóvenes. Si lo hacen, los mataré”, dijo Rodrigo Duterte en una entrevista reciente para la cadena RT. “Mis órdenes son claras. Vayan y busquen a los narcos y drogadictos. Traten de arrestarlos si pueden, pero si responden con violencia, mátenlos. En el pasado lo que impedía a la Policía y a los militares hacerlo era su temor por el fenómeno de los derechos humanos”.
Rodrigo Duterte es el Álvaro Uribe o el Alberto Fujimori de Filipinas. Es decir, un líder de carácter fuerte, que parece estar dispuesto a sacrificar su alma por salvar a la patria de una situación límite. A actuar cruelmente y, si es necesario, cometer injusticias para preservar la seguridad y el porvenir del país.
Este tipo de presidentes suelen ser muy populares cuando el ambiente les resulta propicio. Son hombres en pie de guerra para naciones que se sienten desprotegidas. Duterte tiene más del 70 % de popularidad a pesar de que, según algunos cálculos, podrían llegar a 7.000 las muertes que han resultado de fomentar las ejecuciones extrajudiciales y de tolerar que sus fuerzas del Estado, que tienen altos niveles de corrupción, violen los derechos humanos.
Ahora Filipinas tiene un segundo enemigo: los terroristas. Duterte debió interrumpir su viaje a Rusia esta semana para regresar a su país y enfrentar una serie de ataques por parte de fuerzas militantes ligadas a ISIS. Tras seis días de contraataques, los militantes parecen haber abandonado las oficinas de gobierno invadidas en atentados a gran escala, desatados sobre algunas áreas de la isla de Marawi. Ha habido más de 100 muertos durante la última semana. Se ha declarado la ley marcial en Marawi —según la Constitución, puede mantenerse durante 60 días—, el estado de emergencia en Filipinas, y quizás se declare la ley marcial en todo el país.
Les ha dado rienda suelta de nuevo a sus fuerzas armadas. Incluso, con un chauvinismo repugnante que es, además, incitación al delito, Duterte respaldó a sus tropas diciéndoles que si violan a algunas mujeres, él asumiría por ellos la condena de prisión.
Duterte ha dicho que la adicción a las drogas es la principal amenaza para su país. Sin embargo, seguramente no le teme a esa otra adicción que el autoritarismo genera en las instituciones. Dejando las consideraciones éticas de lado, y siguiendo el análisis desde el discurso maquiavélico, uno de los peligros de este tipo de líderes es que, si bien es posible que sus métodos salvajes en un principio funcionen, con pocas excepciones quedan capturados en su propia espiral de ilegitimidad y de corrupción.
Si Duterte tiene éxito y logra dar un vuelco al problema de las drogas y el terrorismo en Filipinas, tendrá, como le sucedió a Álvaro Uribe, el apoyo fanático de un porcentaje considerable de la población. Con facilidad podría hacer creer que el orden y la estabilidad no dependen de las instituciones, sino de su valentía en pasar por encima de ellas y moldearlas a su voluntad. Y eso, palabras menos, es la receta para un golpe de Estado y una sangrienta dictadura.
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