Opinión

Los libros y Alejandría

Jorge Alania Vera

Jorge.alania@gmail.com

Desde Lima, Perú, para LA NACIÓN de Guayaquil, Ecuador.

 

 

 

 

 

 

Se sabe que una vez existió porque atesoró los libros y la historia. En su apogeo guardó casi un millón de manuscritos y aunque mil quinientos años después serían ceniza, nada ni nadie los ha podido borrar de la memoria de los hombres. Cada barco que llegada a Alejandría era revisado minuciosamente y si se hallaba un libro, éste se llevaba a la Biblioteca para que fuera copiado. Tolomeo III rogaba a los monarcas de su tiempo que le prestaran sus libros. Embelesado por el olor de los papiros y sospechando que de alguna secreta forma cifraban todo lo que fue y lo que será, dio en agotar su vida en esa recolección alucinante. Cuando Atenas le prestó los textos de Eurípides, Esquilo y Sófocles, él los copió devolvió las copias y guardó los originales porque ya eran suyos. De él fue la idea de hacer el primer catálogo de todo ese maravilloso patrimonio, al que llamó <<pinakes>> de donde se deriva la palabra pinacoteca, que quiere decir: galería, museo de pinturas. Los libros vistos como una tela en la que están grabados la forma y el fondo de una época que nunca ha de volver y que ya ha vuelto.

Me imagino a Zenódoto de Éfeso oficiando, como un sacerdote, el ritual de la lectura y clasificación de los poemas cuya perpetuidad le había sido revelada por los dioses. Pienso en Calímaco de Cirene, recorriendo, bajo el fuego de una antorcha, los largos habitáculos donde nada se podía perder porque ya estaba atesorado para siempre. Veo a Aristarco de Samotracia redactando la gramática de todas las lenguas y a Aristófanes de Bizancio compendiando las metáforas del universo.

Los libros son la memoria de los tiempos pero también su mayor obra de arte. Cada hombre, al leerlos, vuelve a crear un mundo, vuelve a soplar el barro y darle vida. La mirada que registra los nombres de los seres y de las cosas registra algo más: su profundo secreto, su arcano, su magia. En el principio era el verbo y quien conoce el verbo conoce el principio y puede intuir el fin. La biblioteca de Alejandría se quemó en el siglo segundo de nuestra era. Pero la mirada que se posó en los libros y se los llevó con ella, jamás podrá ser pasto de las llamas.