Opinión

La seguridad nacional en México va más allá de la ‘guerra contra el narco’

Oswaldo Zavala es periodista y profesor investigador en la City University of New York (CUNY). Su más reciente libro es ‘Los cárteles no existen. Narcotráfico y cultura en México’.

Este diciembre se cumplen 15 años de que el entonces presidente de México, Felipe Calderón, declarara su “guerra contra el narco”, que según sus propias palabras costaría “vidas humanas inocentes” pero valdría “la pena”. Y dos años de que el actual presidente, Andrés Manuel López Obrador, asegurara que esa misma guerra ya había terminado. Pero México sigue inmerso en un violento proceso de militarización para supuestamente pacificar el país, aunque su efecto sea hasta ahora el contrario.

En el sobresaturado y muy polarizado debate sobre seguridad en México, sin embargo, no se ha discutido con suficiencia las estrategias discursivas oficiales —la gubernamentalidad, como la denominó el filósofo francés Michel Foucault— que lo convirtieron en el escenario no de un conflicto armado entre el Estado y los llamados “cárteles”, pero sí de una brutal y continua estrategia militar y policial en contra de los más vulnerables.

Creemos que la solución al conflicto radica únicamente en combatir acciones criminales de los traficantes sin considerar las implicaciones generales del securitarismo —la lógica de la “seguridad nacional”— en México.

Más allá de la “guerra contra el narco”, la agenda securitaria se extiende hacia la política antiinmigrante, el despojo territorial para la extracción de recursos naturales, el paramilitarismo en múltiples regiones y, desde luego, la extraordinaria concesión a las Fuerzas Armadas de proyectos de infraestructura (desde el nuevo aeropuerto de Ciudad de México hasta el Tren Maya), programas de asistencia social y hasta la distribución de la vacuna contra el COVID-19.

Ni siguiera sabemos, como recordó recientemente el sociólogo Fernando Escalante Gonzalbo, el número total de ciudadanos muertos por el Ejército en su combate al “crimen organizado”, pues desde 2014 la Secretaría de la Defensa Nacional dejó de informar al respecto.

Es cierto que la ola de violencia oficial desborda la responsabilidad directa del gobierno federal, pues es notoria la criminalidad de los cuerpos policiales civiles en los estados. Están, por ejemplo, los agentes del Grupo de Operaciones Especiales de Tamaulipas —entrenados en Estados Unidos— que fueron señalados como los responsables de una masacre de migrantes en enero de este año.

Dicho esto, es sin duda algo positivo que la agenda antidrogas de López Obrador insista en replantear el problema del narcotráfico como un asunto de salud pública y con énfasis en la protección de comunidades vulnerables, como se acordó con Estados Unidos en el Entendimiento Bicentenario.

Con ello se suspendió, y con razón, la cuestionada Iniciativa Mérida: un paquete de ayuda que Calderón negoció con el entonces presidente George W. Bush y que continuó con Barack Obama. La mayor parte se invirtió en el combate al narcotráfico, con 420 millones de dólares para la compra de aviones y helicópteros, 100 millones más en entrenamiento y equipo para incrementar la seguridad en la frontera, junto con otros 400 millones para el fortalecimiento del sistema judicial. Hasta 2021, el Congreso estadounidense había destinado a México 3,300 millones de dólares en total.

La indiferenciación entre los “enemigos” de la seguridad nacional era particularmente alarmante, pues proveía de una suerte de “blindaje” al Tratado de Libre Comercio de América del Norte para facilitar el despojo territorial y la represión en contra de activistas y organizaciones disidentes, como fue reportado por medios nacionales e internacionales en numerosos estados del país. Las disputas poco o nada tenían que ver con el trasiego de drogas y sí con la explotación de minería, hidrocarburos y reservas de agua, entre otros.

Resulta alentador que López Obrador demuestre cierta voluntad para investigar los excesos y crímenes cometidos por las fuerzas armadas. 30 elementos de la Secretaría de Marina fueron detenidos en abril acusados de secuestro y desaparición forzada en Nuevo Laredo, Tamaulipas. Otros siete soldados, acusados de una masacre de 22 personas en el poblado de Tlatlaya, Estado de México, fueron detenidos también este año después de haber sido liberados en 2015.

Pero aunque estas acciones claramente distancian a López Obrador de sus predecesores, su agenda securitaria es poco transparente, complaciente con las Fuerzas Armadas —que eluden una verdadera fiscalización del gobierno civil— y ha dejado impune graves acusaciones de corrupción y delitos cometidos por soldados y marinos, incluyendo la polémica exoneración del mismo general Cienfuegos. Sobre todo, ha fracasado en reducir los altos índices de violencia: ha habido más de 100,300 asesinatos entre diciembre de 2018 y septiembre de 2021.

Los medios de comunicación han denunciado consistentemente el peligro de la extensa militarización en México, con 80,210 soldados y 79,126 elementos de la Guardia Nacional patrullando el territorio.

Ese tipo de cobertura valida también la abarcadora política exterior estadounidense en América Latina. El 16 de marzo de 2021, por ejemplo, el general Glen VanHerck, jefe del Comando Norte de Estados Unidos dijo en una rueda de prensa que la migración masiva de indocumentados era el efecto combinado de desastres naturales, la pandemia de COVID-19 y la violencia causada por organizaciones criminales en México, que ya controlaban, según él y sin presentar evidencia alguna, “entre 30 y 35%” del territorio nacional.

A un nivel global, como explica el antropólogo y activista Jeff Halper, esa misma narrativa se muestra como una “guerra securocrática” en la cual las Fuerzas Armadas, las agencias de inteligencia, los cuerpos policiacos y los sistemas carcelarios de Estados Unidos y Europa integran un “sistema global de pacificación” que construye un discurso de guerra permanente en contra de enemigos múltiples, sobre todo del sur global, a quienes culpan de generar climas de inseguridad.

Al enfocarnos en la “guerra contra el narco” como nuestra principal consigna de seguridad, dejamos de lado inadvertidamente esa compleja problemática de la lógica securitaria global que en México se expresa en los crímenes perpetrados por soldados y policías que, con dinero y entrenamiento estadounidense, desaparecen, torturan y asesinan a quienes menos pueden defenderse.

Nuestro verdadero desafío, en suma, no son los “cárteles”, sino el violento sistema militar y policial que hemos construido en parte dominados por la agenda de la “seguridad nacional” de Estados Unidos y que ahora se expande sin mayor vigilancia ni rendición de cuentas por la vida pública de México. Es la “guerra securocrática” que va más allá de la “guerra contra el narco”.

 The Washington Post