La cruz de Carolina
Por: Margarita Rosa de Francisco / Colombia.
Ella, desde la primera línea de su libro, se lleva puesto al lector en el caudal de sus digresiones.
Leí en ‘Los diarios de Kafka’ la descripción de cómo se sentía poner su escritura en marcha: “Este aparejo en mi interior. En algún lugar oculto se mueve una palanquita, uno apenas se da cuenta en el primer instante, y he aquí que ya está en movimiento todo el mecanismo. Sometido a un poder incomprensible, tal como el reloj parece sometido al tiempo, aquí y allá se oyen chasquidos y todas las cadenas, una tras otra, chirrían mientras recorren el tramo que les está prescrito”.
Imaginé ese momento en el que el mecanismo empieza a funcionar como si respondiera a una voluntad independiente del artista y que solo necesita un guiño que signifique ‘estoy listo’. En el caso del escritor, ocurre como si el texto ya estuviera acabado, viviendo y respirando en una instancia distinta. Es la obra entera e impaciente la que revela sus ganas de nacer. A ella algo le avisa que llegó su hora. Tal vez eso signifique detener el ruido: escribir. “¿De dónde me sale esta perseverancia para escribir sin impulso?”, se pregunta.
Sentí que era aquel mecanismo al que se refería Kafka el que también iba marcando en el corazón de la escritora Carolina Sanín su propio compás inexorable.
Al principio de su más reciente libro, ‘Tu cruz en el cielo desierto’, confiesa cómo se rinde ante el acoso de una historia personal que, como un fruto muy maduro, a través de ella cumplía su destino de dejarse caer y romperse. Reventado, ese fruto desnuda el drama y la impudicia de sus carnes, perfumes y viscosidades desperdiciadas en el suelo de su cuerpo y alma desposeídos, pero no en el lenguaje, que recogió con elegancia y dulzura todos sus restos.
Cuenta que se apasionó por un poeta chileno que vive en China y que conoció en Twitter. Yo, que la sigo por todos lados, estaba al tanto de que andaba ‘tragada’ y me acordaba muy bien de los trinos que transcribió luego en el libro. Me dispuse a leer como cualquier voyerista. Quise espiar cómo se habían amado esos dos. Pero ella, desde la primera línea, se lleva puesto al lector en el caudal de sus brillantes digresiones y autoanálisis sobre su sentir cotidiano, anudando con ellos un erotismo erudito, bestial y pornográfico.
Los herrajes de su ‘aparejo’ son tan sofisticados que lo santo y lo obsceno brillan con la misma majestad a la luz de la palabra, su amante salvífica, que bajó del cielo para ayudarle a cargar su cruz enamorada.