Irlanda
Jorge Alania Vera
Jorge.alania@gmail.com
Desde Lima, Perú, para LA NACIÓN de Guayaquil, Ecuador.
El irlandés – que es un gánster pero que, como todos los irlandeses, lleva en su sangre la santidad y la poesía- reflexiona presintiendo su muerte: no quiero ser cremado porque, aunque tenga que morir no deseo que sea “tan definitivamente”. Tampoco quiero ser sepultado bajo la hierba verde porque estar bajo tierra es desaparecer del todo. Prefiero una tumba en un pabellón, ya que es como vivir para siempre en un departamento, yacer, pero no “tan definitivamente”.
Tal vez si en su tradición católica esté la fuente de esa elegía perenne que es la literatura irlandesa. La culpa y el remordimiento se han volcado sobre los altares y las buhardillas para orar y escribir. La sangre del martirio es al final la misma que hace brotar el amor en la rosa profana.
Si ser griego, como decía Parménides, es saber hablar con los hombres, ser irlandés es saber narrar ese diálogo, saber contarlo en cuartetas y en hexámetros Tierra de peregrinos y ermitaños que caminan bajo la lluvia y cuya huella está aún en templos abandonados, en cenáculos, en ágoras vastas y tumultuosas, se avizora como la hoguera en torno de la cual se recitan los psalmos.
El irlandés- que es un gánster pero que tiene lealtades más fuertes que muchos que no lo son- probablemente ignoraba que su lluviosa tierra ha dado escritores egregios, entre ellos cuatro premios nobel: Williams Yeats (1923); Bernard Shaw (1925); Samuel Beckett (1969) y Seamus Heaney (18995), además del gran Joyce, del gran Wilde y de aquel que, como los árboles más robustos de los bosques, empezó a morir por la copa: Jonathan Swift.