El Bunker
María Cristina Menéndez Neale
Cristimenendez85@gmail.com
@CristiMenendezN
A mi padre lo perdí casi en la mitad de mi infancia, el día que oficialmente se me reconocería el uso de la razón. La mañana que cumplía los siete años, él me despertó entusiasmado, insistiendo en que me levante pronto de la cama porque tenía una sorpresa para mí. Recuerdo que me levanté de la cama y lo seguí corriendo, pues él no caminaba sino que corría en dirección hacia mi sorpresa, parecía que fuera él el homenajeado; parecía un niño que se auto dispara hacia el árbol de navidad para ver los regalos de Papa Noel.
Lo seguí hasta una puerta que hay debajo de las escaleras, la puerta que llevaba al sótano. Recuerdo ver a mi madre que salía de la cocina, y apoyada junto a la puerta de ésta, se tomaba la frente con una de sus manos, y sus ojos, parecían llorar. Estaba callada, y me extrañó verla así, ya que ella siempre me llamaba la atención cuando yo corría dentro de la casa.
Cuando bajamos las escaleras del sótano, veo una puerta grande como de alcantarillado en la mitad del suelo. La puerta tenía un lazo enorme de color rojo pegado sobre ésta. No entendía nada. Mi padre solo decía: <<¡Ta-rán! ¡Ta-rán!>> mientras extendía sus brazos en ademán de mostrarme aquella puerta.
–¿Sabes qué es? –me preguntó mi padre, mientras yo percibía los pasos de mi madre que descendían las escaleras. Mantuve el silencio porque seguía sin entender nada –¿Nada? –continuó él; yo moví mi cabeza de un lado hacia el otro. No estaba seguro de lo que era pero estaba seguro que algo bueno no iba a suceder. El ambiente era tenso, lo sentí así desde que vi a mi madre fuera de la cocina y luego en el sótano, donde mantuvo su mirada fija en mi padre, quien parecía ignorarla y seguía esperando a que yo dijera algo.
–Si me meto ahí, ¿puedo salir por la alcantarilla que hay en la calle del cine? –fue lo que terminé diciendo.
–No, hijo; pero si te metes ahí, no morirás.
–¡Jorge! –mi madre finalmente dijo algo…mi padre la miró apenas unos segundos y regresó su mirada hacia mí.
–Esto es un bunker, hijo. ¿Sabes para qué es?
–Aquí no hay tornados… –le respondí.
–Esto no es para tornados, hijo. El bunker es para protegernos de lo que se viene…el fin del mundo.
Sentí mucho miedo…escuchar las palabras “muerte” y “fin del mundo” no es algo que un niño o persona quiera escuchar. Me acerqué a mi madre, quien me apretó la mano.
–En dos años y medio se va a terminar el mundo, y debemos estar preparados y entrenados para cuando llegue el día.
–Jorge, ¡deja de hablar tonterías! –le grita mi madre a mi papá –. El mundo no se va a terminar, hijo –mi madre luego se dirigió hacia mí, agachándose frente a mí y agarrándome los dos brazos.
Mi padre empezó a decirle que es ella la que habla las tonterías, y que por favor no lo contradiga, menos frente a mí. Ella enseguida empezó a decirle que se ha vuelto loco. Empezaron a discutir, no sé qué más se dijeron porque salí asustado del sótano; fui corriendo hacia mi habitación y me encerré con seguro. Me acosté sobre la cama y me eché la cobija encima, cubriéndome la cabeza, esperando a quedarme dormido y despertar de nuevo creyendo que todo era un sueño; aunque no fue así…
Asumo que mi padre ganó la discusión, porque durante los meses que siguieron el día de mi cumpleaños, a cualquier hora del día, mi padre tocaba un pito, el cual indicaba que teníamos que dejar enseguida lo que estuviéramos haciendo y correr hacia el bunker, y encerrarnos ahí por unos minutos.
A veces aquel pito sonaba por las noches, y cada vez que regresaba del bunker hacia mi dormitorio, me costaba recuperar el sueño. Me asustaba el hecho de que en algún momento de mi vida tenía que pasar muchos años metido en cuatro paredes junto a mis padres, comiendo enlatados, sin ver a mis amigos. Aquel lugar era de unos sesenta metros cuadrados con mesa del comedor, con un sofá y dos sillones. También tenía un bañito, separado por una cortina. Todas las paredes eran equipadas de repisas llenas de libros, enlatados y frascos de vidrio llenos de agua. Creo que mi papá había implementado algún sistema de agua… pero esos frascos igual estaban ahí.
Según mi papá no iba a sobrar comida durante los años que estuviéramos ahí… pero yo lo dudaba. Me asustaba la dieta rígida que hubiéramos tenido que hacer para que nos alcance la comida; me asustaba el aburrimiento que tendría por varios años; me asustaba sentirme enclaustrado en esas cuatro paredes.
Cada vez que dejábamos pasar los minutos dentro del bunker, mi madre parecía indiferente. Podía notar que su imaginación a veces volaba, y por eso habían momentos en los que estaba sonriendo sola. Un vez bajó con un trapo para terminar de refregarse una mancha de aceite que tenía en su blusa, algo que había estado haciendo antes de que suene el pito. Otra vez, bajó con una manzana y un cuchillo; estaba pelándola para comérsela. Ella simplemente no parecía relacionarse con los simulacros de mi padre, quien no parecía notarla, pues estaba siempre revisando y contando una y otra vez la comida y los recursos que había almacenado en el bunker.
La actitud de mi madre me hacía pensar que ella todavía tenía esperanza de que mi padre no ejecutaría del todo el plan, cuando llegue el día en que se acabaría el mundo. Ella capaz pensó que cuando mi padre viera que el mundo iba a continuar, no tendría por qué meternos ahí. Yo también estaba seguro de que no se acabaría el mundo; lo sabía porque se lo había preguntado a cada amigo, compañero de clase, profesor, y persona que veía en la calle; todos me decían que es un mito y que no se iba a terminar. Eso sí, jamás les hablé del bunker, porque me daba vergüenza contarlo en caso la respuesta que me dieran sobre el fin del mundo fuera “no”, y esa misma fue.
Dos noches antes de que llegue el supuesto fin del mundo, mi madre me despertó y me dijo que no creía que mi padre nos lleve al bunker, pero por si acaso haríamos un pequeño viaje a casa de una amiga de ella en otra ciudad.
Cuando dejamos la casa en silencio para que mi padre no se despertara, tuve una extraña sensación… como nunca, empecé a dudar y a pensar que capaz mi padre si podría tener la razón. Empecé a temer a la muerte. Recuerdo que le dije a mi madre que no quería morirme a los nueve años, menos por todos los meteoritos que iban a caer sobre la tierra, como tanto nos repitió mi padre; pero ella me respondió que no sería así.
–Pero, mamá, capaz deberíamos quedarnos igual y meternos en el bunker… y al ver que nada pasa, saldremos enseguida, ¿no crees?
–Hijo…tu padre está tan seguro de que el mundo se va a acabar, que si no acontece nada pasado mañana, seguro podrá ocurrir a partir de ese día, en cualquier momento, y nos tendrá ahí metidos quién sabe cuánto tiempo… hasta que suceda. No vas a faltar a la escuela por este asunto, menos dejar de tener una vida en un mundo que va a seguir igual.
–Y mi padre… no se meterá sin nosotros, ¿no?
–Eso ya no lo sé… pero tú y yo no vamos a vivir ahí.
Aquel día llegó, pero nada aconteció, y desde que salí aquella noche, no volví a ver a mi padre nunca más. Cuando regresamos a la casa, estaba su auto, pero él no estaba en ninguna habitación… estaba en el bunker. Mi madre y yo tratamos de abrirlo, pero mi padre ya había colocado una palanca de seguridad desde adentro para evitar que nadie abra y no entre radiación. También le gritamos, pero él no podía escucharnos, aquella puerta era tan pesada, y el bunker era tan profundo, que nuestros llamados fueron en vano.
Mi madre siempre me decía que ya se le pasaría, que en algún momento tendría que salir a ver si ya habríamos regresado… pero eso nunca aconteció. Pasaron quince años en los que mi madre y mi padre vivieron dos vidas separadas bajo el mismo techo. Un par de veces buscamos ayuda para abrir la puerta, pero no tuvimos éxito. El sistema que había implementado mi padre era bien seguro, así que nos echamos a la resignación y nos acostumbramos a no tener su presencia.
Solo fue en el noveno año de su propio cautiverio, que me percaté de nuevo de su ausencia. Esto fue cuando cumplí los dieciocho y me fui a la universidad, dejando a mi mamá sola en la casa.
El año pasado, en el quinceavo año de su encierro, mi madre falleció de un ataque al corazón. Su vecina la encontró acostada en el suelo de la cocina. Ella estaba sana…me pregunto si algo causó su muerte. Los armarios de la cocina y la refrigeradora estaban vacíos; y había un guineo tirado en el suelo, cerca de la puerta del sótano. Me pregunto si no fue mi padre, quien la asustó con su presencia… seguro salió del bunker en busca de comida, porque se le habría terminado. Ella se habría impresionado de verlo y murió.
Sospecho de esto por el tema de la comida, y porque el día del sepelio, que lo preparé en casa, noté desde lejos, cuando terminaba de dar un discurso para mi madre delante de sus amistades, que la puerta del sótano se cerraba despacio. Apresuré mi paso hacia el sótano, pero cuando bajé las escaleras, no había nadie, y el bunker estaba cerrado. Le di varias pisoteadas fuertes a la puerta, gritándole a mi padre que era el culpable de la muerte de mi madre. Le recriminé lo equivocado que estuvo en no volver para verme crecer y ser el esposo de mi madre. Le recriminé su locura.
Me pregunto si me habrá escuchado; si se habría quedado en las escaleras del bunker, apoyando su oído en la puerta. ¿Me habrá escuchado? No lo sé. Solo sé que el bunker fue el peor regalo de cumpleaños que pude recibir. Si hubiera sido uno falso para jugar… pero él lo llevó a la realidad, a una realidad falsa.
Un mes después del sepelio de mi madre, decidí demoler la casa y sembrar un parque púbico. Cubrí todo el terreno con jardines y árboles. Coloqué bancas de madera, columpios, resbaladeras, un arenero, un lago con patos…decidí enterrar a mi padre, decidí que en aquel lugar debería existir vida, una vida que valga la pena vivir.
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