El arrullo sin fin
Autor: Jorge Alania Vera
Desde Lima, Perú, para LA NACIÓN de Guayaquil, Ecuador.
Cuando el muecín llama a la oración desde lo alto del minarete, con una tonada de pocas notas que se requiebran o se alargan a pesar suyo, el creyente sabe que ese canto no es música sino fe. Lo mismo cuando suena el shofar y la muchedumbre calla para que ningún eco mancille el resurgimiento de las murallas de Jericó, porque ese canto sordo no tiene parangón sobre la tierra. Cuando un padre canta al borde de la cuna de su hijo, en cambio, sabe que su arrullo es efímero y que puede ser ahogado por el ruido de la ciudad o por el silencio de tantas cosas perdidas. Nada vincula su canto con los dioses, pero igual sabe que eso no es música sino amor y que las murallas que el polvo ha ido levantando con los años, pueden ceder ante el hechizo de la palabra enamorada.
Duérmete mi niño lindo que está por llegar, papá Baltazar…yo me arrullé con esta canción que arrulló a mi padre y con la cual arrullé a mis hijos convertida por el destino en copla, en letanía del oficio nocturno. Tonada de la noche que resuena hasta despuntar el día y que protege los sueños y redescubre un vínculo perdido con el candor y con la inocencia.
Duérmete mi niño lindo pero mantente despierto para soñar. García Lorca decía que la canción de cuna perfecta era aquella que sólo repetía dos notas entre sí, alargando sus duraciones y sus efectos ya que en la melodía, mucho más que en el texto, se refugia la emoción de la historia. Mi canción, en cambio, estuvo hecha de pobres y de torpes palabras que trataban de simular un compás mágico y que apenas si registraron el misterio de un ritmo que quise recoger pero que no pude, porque me he acostumbrado a los vanos estribillos de la vida. Desde la primera noche junto a ellos, busqué con frenesí esas dos notas simples y perfectas. Lo hice en el júbilo de mi ciudad, en el rumor de las conversaciones de la gente, en el cercano ruido del mar,