Opinión

Aporofobia. El desprecio por el pobre

NÍNIVE ALONSO BUZNEGO.

ABOGADA Y FILÓSOFA

Desde España para La Nación de Guayaquil, Ecuador.

 

 

Estábamos en Valencia, España, habían pasado las fallas, y la ciudad pedía a gritos recorrerla y conocerla de manera natural, más allá de mascletás y ninots, así que girábamos desde Marqués del Turia a Jacinto Benavente, y haciendo cálculos de cuando tiempo nos llevaría llegar a la Ciudad de las Artes y las Ciencias, entró en conversación un chaval de media edad, empezamos a charlar y a escuchar, conocía su ciudad e historia, nos fue instruyendo mientras bajábamos a la vera del antiguo cauce del Turia, nos explicó sus jardines, las inversiones hechas y la política. Llegando a nuestro destino, nos despedimos, encantados de conocernos, y deseándonos suerte en nuestras sendas vidas.

Pero un tiempo más tarde nos acercamos a comprar al centro comercial Saler y de lejos lo volvimos a ver, estaba pidiendo en la puerta. Nos impactó tantísimo, un tío tan culto, conversador, en fin, que mi madre y yo sentimos tanto apuro, tanta vergüenza en ese primer momento que dijimos: ¡vámonos, que no nos vea! Como si lo viésemos pidiendo pudiese afectar a su dignidad, después de haber tenido una conversación tan productiva.

Pero luego, reflexionamos y dijimos vamos a saludarle al pasar de manera natural y ayudarle en su cometido, así que unimos un par de billetes, lo que teníamos en ese momento y nos dirigimos a él sin ambages ¡camarada hoy por ti mañana por mí! Tres sonrisas, un sentimiento de reconocimiento y nos volvimos a dar los buenos deseos de despedida. Hicimos lo correcto, no por la ayuda, sino por él reconocimiento emotivo de que para nosotras era la misma persona culta e instruida con la que bajamos el cauce paseando.

Esto me hizo reflexionar en general sobre lo aleatorio de la suerte en la vida, las circunstancias, y lo caprichoso de nuestro destino, pero también sobre los prejuicios y la forma de gestionarlos.

Porque se puede despreciar a una persona que pide aún dándole algo, por ejemplo, cuando se le da ropa raída, alimentos en mal estado o unos miserables céntimos de cobre, cuando el dinero se le tira desde lejos o cuando ni se mira a la cara de la persona a la que se le da la ayuda.

Ese desprecio directo o indirecto, esa manera de reaccionar ante el pobre, bien con revictimización y juicios como “tiene lo que merece”, “es culpable de su situación”, bien con la subsiguiente justificación moralista “yo no doy dinero para vino” “le das y lo gastan en droga”, bien con el silencio cómplice y la mirada hacia otro lado, todo esa escala y escalada es recogida por el concepto filosófico aporofobia (del griego ἄπορος, áporos –pobre- y φόβος, fóbos –miedo-)

Es la filósofa valenciana y catedrática de ética Adela Cortina quien acuña este neologismo en los años 90 y lo define como temor, aversión, rechazo, juicio y desprecio hacia el pobre, y lo diferencia de otros tipos de desprecio como por ejemplo hacia los extranjeros, porque en no pocas ocasiones bajo el racismo lo que realmente hay es aporofobia, el conato es el desprecio por el pobre y es por ello que, para muchos, los negros ricos son menos negros y los jeques árabes menos moros.

En todo caso lo que sabemos es que en una sociedad donde la apariencia prima y el dinero se ha convertido en el mayor poder, la aporofobia sólo acaba de empezar y es, como dice Adela, uno de los mayores retos para la democracia.